Las últimas máquinas neveras fueron encontradas en un taller de Laguna Paiva.
Por Daniel Otero (*)
Hablar de la máquina conocida como La Nevera es componer una imagen mental que solo puede verse reflejada en alguna película un tanto distópica como futurista de los repositorios Netflix o Amazon Prime.
Sucede que la historia del ferrocarril en la Argentina se enraíza en el sur del país con los proyectos de los hermanos chilenos -de ascendencia inglesa- Juan y Mateo Clark, que fueron quienes pergeñaron los primeros planos y aportaron los capitales a fines del siglo XIX, con el fin de unir Mendoza con la ciudad de Los Andes, en la parte chilena.
El objetivo era no menos que ambicioso: cruzar la cadena montañosa mediante un viaducto que permitiese el traslado de mercaderías hacia los puertos del Pacífico.
Desde los tiempos de la Confederación Argentina, se acariciaba la idea de lograr una ruta por excelencia. Los hermanos Clark tenían como mérito haber tendido, en el año 1871, lo que fue el primer servicio de telégrafos a través de la cordillera de Los Andes.
Esto comprendía la comunicación entre Santiago de Chile y Mendoza. El interés de los Clark por lograr una mejor ruta para el intercambio comercial entre los pueblos del interior de Argentina con el puerto chileno de Valparaíso los impulsó a emprender este proyecto.
El hombre -a lo largo de la historia- y esto lo podemos ver desde el neolítico hasta el presente, fue fabricando sus propias herramientas, adecuándolas al contexto que la naturaleza le proporcionaba.
Domar los cursos del río, la roca, los esmerilados picos de las montañas y atravesar gélidos cursos de agua con temperaturas bajo cero, le significó a los inversores contar, desde el vamos, con un material locotractor de envergadura, que pudiera arrastrar un tonelaje superior en un terreno como lo es nada menos que el Paso de Uspallata.
Había dos enemigos a vencer: la geografía y la climatología. Las ventiscas, la nieve y el hielo fueron los elementos condicionantes. Pero el ingenio siempre triunfa.
Y así, de la mano de la invención de Richard Trevithick -el verdadero inventor de la locomotora, no George Stephenson-, los principios del vapor fueron aplicados a este tipo de locomotoras.
Pero hubo un tipo especial de locomotora, llamado La Nevera, que podía cumplir con las exigencias durísimas que les imponía el ciclópeo gigante que nos separa con Chile.
Y no hubo una “nevera”, sino varias. Eran máquinas de vapor de una fortaleza incognoscible; modificadas en su parte frontal, podían “barrer” o romper en miles de pedazos las formaciones de hielo y nieve.
Hay una delgada línea entre lo que es la fuerza o tracción, con la aerodinamia, ancho y masa en una locomotora, así como el peralte. La fuerza de arrastre y velocidad incidirán, por ejemplo, tanto en el radio de giro como en el tiempo y espacio que necesita para frenar.
Las máquinas “neveras” poseían la facultad de tener en la parte delantera una herramienta llamada “barrenieve”, como si fuese un envolvente (cónico a veces, triangular otras), que se encargaba de atomizar los cientos de kilogramos de nieve o hielo que cubrían las paralelas de acero.
Como si fuese un cementerio de gigantes, algunas de estas máquinas neveras fueron a parar, con sus carcazas oxidadas y émbolos atrofiados por líquenes y helechos silvestres, al depósito de locomotoras de Laguna Paiva.
Desde abajo, la gramilla comenzaba a cubrir las ruedas, lentamente. Desde arriba, las torcazas cantaban en un “impromptu final” desde los dinteles y vigas de algarrobo del antiguo galpón, alternando con los murciélagos por las noches.
En el radio de la mesa giratoria, ratas y cuises eran espectadores silenciosos en la nocturnidad, cazando culebras en el gigantesco plato metálico donde antaño salían las locomotoras reparadas rumbo a las distintas latitudes que organizó Juan Domingo Perón, desde 1948, cuando compró los ferrocarriles a los capitales extranjeros.
El hecho estaba consumado. Cuando llegamos, ya era tarde. La buena voluntad no alcanza cuando los sátrapas en oropeles discursivos curten y arrugan los ideales de los obreros, con silentes decretos que trastornan el destino de los pueblos.
Antes de trasponer la pesada verja de los talleres de Laguna Paiva, con el lúgubre acompañamiento de las bigornias a nuestras espaldas y los rasposos pernos sin la caricia de la grasa, cayó la cortinilla de cámara Olympus Trip que llevábamos, captando la imagen que acompaña esta nota. Como en el final de la Segunda Sinfonía de Mähler, una apoteosis de metálicos sonidos ferroviarios se apagaba.
Nunca más se supo de La Nevera, la enemiga de las nieves y aliada de los ferrocarrileros del siglo XIX y XX. La misma que arrastró durante décadas los pesados vagones de la economía argentina, orientando la soberanía económica de un país que buscó -desde Julio Argentino Roca y Domingo Faustino Sarmiento-, cimentar el comercio y el libre tráfico, con el fin de alcanzar -ni más, ni menos- los puertos del Océano Pacífico.
Valgan estas líneas in memoriam de Andrés Alejandro Andreis, ese loco soñador que intentó traer una locomotora a Santa Fe y a la vez fue pionero en la lucha por el ferrocarril santafesino, al crear el primer museo ferroviario del interior.
(*) Bloguero y fotógrafo. Miembro fundador de la Banda Sinfónica Municipal y el Museo Ferroviario Regional de Santa Fe (línea fundadora 1994). Fuente El Litoral.