En estos tiempos de evidente cambio, contradicción e incertidumbre, Argentina necesita una hoja de ruta energética con metas trazables que coordine incentivos y provea predictibilidad.
Por Delfina Godfrid (*) & Ana Julia Aneise (**?
La crisis climática y ecológica nos enfrenta a escenarios complejos y contradictorios, en donde procesos deseables como la transición energética también pueden traer aparejadas injusticias socioambientales en la base de la cadena, presión sobre recursos críticos no renovables e impactos ecosistémicos negativos. Para Gramsci: “el viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer y en ese claroscuro surgen los monstruos”[1]. ¿Cómo navegar las tensiones de este período intermedio? En el marco de la discusión pública en torno a la autorización de la exploración sísmica off-shore a 300 km de Mar del Plata, en este artículo nos proponemos pensar la dirección de la transición energética a nivel global, cómo Argentina se inserta en ese escenario y los crecientes desafíos que plantea la gobernanza de los recursos naturales.
El concepto de transición alude a una metamorfosis progresiva en la forma de obtener, transportar, transformar y utilizar los recursos naturales que necesitamos para sostener la actividad humana. No se trata de un mero “cambio de técnicas productivas” como proceso abstracto que ocurre tras bambalinas y lejos de nuestra vida cotidiana: son nuestros patrones y niveles de consumo los que siguen siendo profundamente dependientes de actividades extractivas. El acto de estar escribiendo esta nota a la noche, con la luz prendida desde la computadora constituiría un desafío en un paradigma post-fósil.
Reconocer estas dependencias estructurales no implica endulzar la realidad: la minería es necesaria para la infraestructura de energías renovables modernas (IEA, 2021) pero no es “sostenible”[2], la extracción hidrocarburífera no puede abandonarse de la noche a la mañana pero profundiza cada día más la crisis climática y ecológica, y la agricultura extensiva e intensiva es central en términos de seguridad alimentaria pero tiene impactos negativos sobre la biodiversidad, la fertilidad de los suelos (INTA, 2017) y la salud de las personas[3].
El futuro se crea con decisiones del presente. El desafío está en abandonar incrementalmente —de manera justa y planificada— las prácticas nocivas a nivel socioambiental; reducir al mínimo y compensar el impacto de aquello que no se pueda evitar, y fomentar alternativas sostenibles para conseguir satisfacer las necesidades del conjunto de la población. Todo ello incorporando el concepto de responsabilidades comunes pero diferenciadas (CMNUCC, Art. 3), considerando nuestras circunstancias nacionales e intentando tomar provecho de esta transformación para encontrar co-beneficios socioambientales.
Es innegable que la descarbonización de la matriz energética global es urgente e imprescindible si queremos garantizar condiciones de habitabilidad en nuestro planeta para actuales y futuras generaciones. La ventana de oportunidad para lograr esta transformación nunca fue tan estrecha: limitar el aumento de la temperatura promedio global a 1,5°C (Acuerdo de París, Artículo 2) requiere de una reducción de las emisiones de CO2 del 45% para 2030 (en comparación a los niveles del 2010) y lograr la neutralidad de carbono para 2050 (UNFCCC, 2019). Para ello, de acuerdo a la Agencia Internacional de Energía (2021) (IEA), no se deberían aprobar proyectos hidrocarburíferos nuevos más allá de los ya aprobados en 2021, lo que equivale a dejar bajo tierra el 60% de las reservas descubiertas de gas y petróleo y el 90% de carbón (Welsby et al., 2021). Aún así, tendríamos un 50% de probabilidades de sobrepasar la meta de 1,5°C del Acuerdo de París. La realidad exige la implementación de políticas de incorporación de fuentes de energía renovable, de electrificación de usos finales y de eficiencia energética.
Simultáneamente, y en dirección contraria, las proyecciones de demanda de petróleo y gas siguen mostrando una inercia considerable. La IEA estima que bajo el escenario actual de políticas, se observará un incremento de la demanda de petróleo hacia 2030 con una tímida disminución hacia 2050, y en el caso del gas el incremento es persistente hasta 2050, producto de la presión de las economías emergentes (IEA, 2021). En el escenario en donde se cumplen las NDC (compromisos asumidos bajo el Acuerdo de París), tanto para el petróleo como para el gas, la demanda proyectada igualmente supera en magnitudes considerables aquella necesaria para alcanzar las cero emisiones a 2050. En este sentido, pese al inicio de la transición energética a nivel global, los combustibles fósiles (sobre todo el gas) seguirán teniendo un rol durante las próximas décadas.
Este descalce entre las metas climáticas y los compromisos asumidos por los países, llamado “brecha de emisiones”, es motivo de incansable preocupación en los movimientos climáticos alrededor del mundo, con el agravante de que el accionar de numerosos países ni siquiera está alineado con el cumplimiento de sus magros e insuficientes compromisos internacionales (UNEP, 2021).
Pero si es tan urgente, ¿por qué no ocurre más rápido? El hecho de que la descarbonización a nivel global esté sucediendo a un ritmo mucho más lento del necesario es lamentablemente consistente con la dinámica que históricamente tuvieron las transiciones energéticas: el petróleo, que comenzó a explotarse comercialmente en la década de 1860, medio siglo después representaba solo el 10% de la producción energética y tardó treinta años más en llegar al 25%. Lo mismo ocurrió con el gas, que representaba el 1% de la energía mundial en 1900 y ascendió tan sólo al 20% setenta años después (Vaclav Smil, 2010). La transición de un régimen energético a otro es un proceso lento porque implica desarrollar capacidad de generación, transporte, distribución y tecnología de consumo final, lo que involucra el recambio de infraestructura compleja, costosa y de difusión transversal en todos los sectores de la economía.
En el caso de la transición hacia las renovables, aunque el costo de este tipo de energías ha caído en la última década producto de mejoras tecnológicas, economías de escala, cadenas de suministro competitivas y creciente experiencia de los desarrolladores (IRENA, 2019), su difusión se ve aún dificultada por su intermitencia y menor densidad energética. Adicionalmente, el desafío es aún mayor si se considera que históricamente lo que hubo fue una adición de nuevas fuentes energéticas (motivado por el descubrimiento de tecnologías que permitían aprovechar fuentes energéticas más eficientes) y no un reemplazo. Es la primera vez en la historia que necesitamos transicionar a energías de “menor calidad” por motivos ambientales: las fuentes de energía renovables no ofrecen un diferencial de calidad en términos de satisfacción de servicios energéticos, pero permiten superar la restricción ambiental del cambio climático (vale nombrar que este no es el caso de la energía nuclear, que no es renovable pero sí carbono neutral).
Como contrapeso a esta brecha de ambición, existen incentivos comerciales y financieros para acelerar la descarbonización: crecen las restricciones impuestas por inversores institucionales de gran escala y de grandes fondos de pensión internacionales a las inversiones en compañías hidrocarburíferas, se prevén crecientes dificultades para el acceso a mercados para aquellos países que no cumplan sus compromisos climáticos internacionales o tengan alto componente de carbono en sus exportaciones (Heredia, 2021) y aumentan los condicionamientos para el acceso al financiamiento internacional (Carlino y Caratori, 2021). Ejemplo de ello es el compromiso del Banco Europeo de Inversiones (BEI) (el brazo de préstamos de la UE) a dejar de conceder préstamos a empresas contaminantes que quieran financiar proyectos bajos en carbono a partir del 2022. Esto significa, por ejemplo, que el BEI no financiaría un proyecto de energía eólica de una empresa petrolera (The Guardian, 2021). Además, desde una óptica neoschumpeteriana, la oleada de cambio tecnológico que acarrea la transición energética constituye una oportunidad de inserción temprana para nuestro país en segmentos estratégicos antes de que las tecnologías maduren y surjan costosas barreras de entrada (Arroyo, 2021).
¿Cuál es el escenario de Argentina? Hay algunas tendencias favorables vinculadas a la transición energética, como el hecho de que la electrificación del consumo final de energía ha crecido en el país desde 1960, se han incorporado tecnologías de generación térmica más eficiente (Caratori et al., 2021) y hay una mayor utilización del gas natural en detrimento de otros combustibles más contaminantes. Aunque no se han cumplido las metas establecidas por ley (27.191), proyectos como PERMER (Proyecto de Energías Renovables en Mercados Rurales), PROBIOMASA (Proyecto para la Promoción de la Energía Derivada de Biomasa), RenoVar (subastas públicas) y MaTER (Mercado a Término del Sector Privado) han incrementado en las últimas décadas la producción de energía renovable nacional (KPMG, 2021). Además, el Régimen de Fomento a la Generación Distribuida de Fuentes Renovables (Ley 27.424) genera incipientes expectativas. Traen también posibilidades favorables los anuncios de inversión en hidrógeno verde (Guarino, 2021), la capitalización de la empresa IMPSA (MDP, 2021) y desarrollos novedosos como los reactores modulares pequeños (SMR) (Caro, 2020).
No obstante, persisten barreras económico-financieras, institucionales y políticas. La inestabilidad macroeconómica dificulta la acción, el marco institucional, regulatorio y financiero es difuso y los incentivos no ayudan al consumo racional de energía: las tarifas eléctricas están por debajo del costo real de generación, transmisión y distribución de electricidad, siendo financiadas por subsidios a la demanda regresivos que de nada ayudan al déficit fiscal. Además, cabe señalar que la industria fósil está altamente subsidiada (FARN, 2020) y perduran problemas financieros para afrontar los costos de inversión iniciales de los proyectos de energías renovables (que son de alto riesgo).
En estos tiempos de evidente cambio, contradicción e incertidumbre, Argentina necesita una hoja de ruta energética con metas trazables que coordine incentivos y provea predictibilidad. En este sentido, una gran falencia de la administración actual en lo que respecta a cambio climático es la falta de consistencia en las políticas: mientras se impulsa un proyecto de ley que prohíbe la venta de autos con motor a combustión en 2041 (“Ley de movilidad sustentable”) se promueve otra ley que fomenta las inversiones en hidrocarburos, con foco en el petróleo, por 20 años. Mientras se proclama en los fueros internacionales la necesidad de hacer un canje de deuda por acción climática y se anuncian inversiones millonarias en hidrógeno verde, se reduce el corte de biocombustibles y se anuncia la exploración sísmica en el mar argentino.
Si bien no puede alegarse la existencia de una contradicción per sé entre estas medidas, el hecho de que no existan lineamientos públicos en torno a la estrategia, velocidad y objetivos de la descarbonización genera desconfianza y un clima de improvisación. No hay un Plan Nacional de Adaptación y Mitigación al Cambio Climático de acceso público y actualizado que explique qué políticas se van a implementar para llegar al objetivo de la NDC, tampoco se presentó la estrategia de descarbonización a largo plazo en la COP26 como se esperaba que se hiciera. Es pública la falta de acuerdo interministerial en relación al ritmo y metas de la transición, lo cual resulta un problema porque la coordinación al interior del Estado es condición necesaria para luego exhortar al sector privado a incorporarse a los esfuerzos. Dada la transversalidad del problema, estos cambios requieren el completo apoyo y liderazgo de la mayor autoridad ejecutiva.
Incluso concediendo que Argentina no lidere el proceso de transición energética global, el diseño y ejecución de una estrategia asertiva es crucial por variables que exceden lo climático, como la competitividad futura de las exportaciones, los resultados de la balanza comercial y el resultado fiscal. Sin previsibilidad y una comunicación manifiesta, es esperable que exista oposición a proyectos puntuales.
Complementariamente, y en el caso de la autorización a la exploración sísmica off-shore en los bloques CAN 100, 108 y 114 a 300 kilómetros mar adentro de Mar del Plata (Resolución 436/2021)[4], resulta evidente que no hay confianza desde la sociedad civil en los procesos de gobernanza de los recursos naturales. Ante la creciente preocupación respecto a los impactos socioambientales de actividades extractivas, es necesaria una comunicación clara con información transparente por parte de los servidores públicos. Si bien se realizó una audiencia pública[5] y se presentaron y aprobaron estudios de impacto ambiental en torno al proyecto[6], el hecho de que la autorización se haya efectuado un 30 de diciembre, tras un resultado adverso de la audiencia y sin una comunicación oficial que explicara la decisión, abre un lógico terreno a la aprehensión. La responsabilidad de que no proliferen las fake news y estudios de escasa rigurosidad científica es, en parte, del Estado, acorde al deber de jerarquía constitucional ratificado mediante el Acuerdo de Escazú de garantizar el derecho de acceso a la información ambiental y a la participación pública en los procesos de toma de decisiones.
Asimismo, el caso de las recientes puebladas en Chubut en contra de la megaminería, en un contexto de coimas, incumplimiento de promesas electorales y represión, dejan al descubierto la nula credibilidad del Estado en los territorios para garantizar el cumplimiento de estándares ambientales. En este escenario, resulta pertinente impulsar la discusión sobre la necesidad de sanción de una ley de presupuestos mínimos de evaluación de impacto ambiental, que además de establecer estándares mínimos a la autorización de proyectos productivos, prevea la conformación de un ente autárquico idóneo para la realización de los estudios, de manera de aportar legitimidad y credibilidad al público en lo que respecta a las salvaguardas ambientales.
En conclusión, el escenario de crisis climática y la creciente preocupación civil por el impacto ambiental de las actividades productivas demanda acciones certeras, planificadas y bien comunicadas que doten de previsibilidad al período de transición hacia la descarbonización. La falta de acción internacional y la lenta transferencia de fondos por parte de los países desarrollados signan un escenario complejo para el Sur Global, donde la necesidad de articular políticas de desarrollo, mitigación y adaptación con un enfoque de co-beneficios es imperante. La transición no refiere únicamente de la disminución de las emisiones, sino una multiplicidad de variables como la asequibilidad, seguridad en la provisión, desarrollo tecnológico e industrial y especialización en segmentos estratégicos con potencial exportador. Hallar un equilibrio que conjugue aquellas variables con las necesidades socioambientales y oportunidades productivas locales requerirá de una visión armonizadora que coordine esfuerzos e iniciativas nacionales y subnacionales.
[1] Gramsci, A. (1926-1937). Cuadernos de la cárcel.
[2] Es posible reducir el impacto socioambiental de la minería pero por definición es una actividad que extrae recursos naturales no renovables. Entendiendo a la “sostenibilidad” en este contexto como la explotación de un recurso por debajo de su límite de renovación y siendo los recursos minero-metalíferos no renovables, resulta oximorónico catalogar a dicha actividad como sostenible.
[3] Fallos judiciales han reconocido la afectación sobre la salud humana que ha tenido la mala aplicación de herbicidas sobre escuelas rurales y comunidades.
Ver https://fundeps.org/la-corte-suprema-confirma-el-fallo-de-ituzaingo-los-agroquimicos-si-nos-enferman/ y https://r2820.com/notas/estela-lemes-valor-el-fallo-judicial-a-su-favor-y-debern-asegurarle-un-tratamiento.htm .
[4] Cabe señalar que la concesión de permisos de exploración en mar argentino no es una iniciativa fundacional de este gobierno sino una política con continuidad hace tres administraciones.
[5] Las opiniones que se expresan en las audiencias públicas no tienen un carácter vinculante, no obstante, de adoptarse una decisión contraria, debe ser fundamentada.
[6] Existen cuestionamientos inherentes a la realización de los estudios de impacto ambiental en tanto los mismos son realizados por consultoras contratadas por la propia empresa a realizar la actividad, lo que constituye, a ojos del público, un conflicto de intereses.
(*) Delfina Godfrid es Licenciada en Relaciones Internacionales por la Universidad de San Andrés, y está realizando una Maestría en Economía y Derecho del Cambio Climático en FLACSO.
(**) Ana Julia Aneise es Licenciada en Economía por la Universidad de Buenos Aires, y está realizando una Maestría en Economía y Derecho del Cambio Climático en FLACSO.
Fuente: abrohilo.org